CAPÍTULO II
Desde que le pasó todo esto a Meritxell hasta el comienzo de este nuevo capítulo, han pasado más bien dos meses.
Parece que ella, al conocer al chico francés llamado François, ha adquirido seguridad en sí misma, ahora puede poner una cara que no parecía de muñeca del Museo de Cera.
Aquella mañana, ella iba hacia su trabajo, auxiliar administrativa en una empresa. Cogía su coche e iba por la Diagonal hacia abajo.
Ponía un CD en el aparato del coche y sentía el "Concierto en Fa Menor" de Johann Sebastian Bach. Lo conocía de haberlo sentido en la película "Hanna y sus hermanas" de Woody Allen, una de las obras maestras del maestro neoyorquino. Pero Meritxell conocía muy bien la obra del genial músico alemán, sus padres eran melómanos de toda la vida.
No quería oír la radio, al menos no los programas políticos de aquella hora de la mañana. Salvo los programas de las radios catalanas, más civilizados, la mayoría eran más bien de los tiempos de las cavernas, un poco como la Inquisición, que en Francia utilizaban como pretexto para justificar la invasión del año 1808 por parte de Napoleón Bonaparte, al estilo del buen samaritano que quiere ayudar a un país oprimido.
Así pues, la música clásica le ayudaba a relajarse, a olvidarse de los problemas, sean cotidianos o de cualquier cosa.
Llegó a donde estaba la empresa. Aparcó el coche en el parking de la misma, en el exterior.
No se acordó Meritxell de mirar su cuenta corriente en el Banco, la podía mirar a través de Internet, pero calculaba que aún le quedaban varios euros para acabar el mes, y que en poco tiempo cobraría.
Por suerte, en la empresa el sueldo era bastante bueno, pero había tenido problemas financieros por algunas reformas que había tenido que hacer en su casa. Por ello, esperaba impacientemente la llegada del sueldo, como los agricultores esperan la llegada de la lluvia si hay demasiada sequía.
Más tarde, al salir a la calle después de terminado el trabajo del día, volvió hacia el parking y se fue hacia casa. Puso en marcha el coche y salió a la calle.
En veinte minutos llegaba a casa. Ella reside en la zona alta de Barcelona, casi donde termina la Diagonal, la avenida que atraviesa la ciudad de Oeste a Este. Dejó el coche en el garaje vecinal y se sentó en el sofá de la sala.
De repente, se acordó de un día en que pilló a su ex marido con su amante en la cama. Bien, no les sorprendió directamente, es decir, entrar, chillar y decir todo tipo de maldiciones. Como buena cinéfila, pensó en una venganza tipo comedia, más bien gamberra, casi a lo Benny Hill.
¿Qué hizo entonces? Como la cama en donde estaban el marido y la chica (la amante, claro), en plena acción amatoria tipo película porno, tenía un sistema automático, con mando a distancia, que podías hacer que la cama se doblara por la mitad, pues con mucho cuidado y sin hacer ningún ruido, cogió Meritxell el mando, comprobó que éste tenía las pilas puestas y listo, y lo accionó.
Como en cualquier espectáculo de humor negro, la cama empezó poco a poco a moverse, a juntar las dos mitades como un sándwich, con ambos dentro, y en el mismo momento que ellos hacían un coito anal, con el miembro de él metido del todo en el culo de ella.
Meritxell se hartó de reír al acordarse. Claro que cuando ambos pudieron salir de aquel sándwich, y sobre todo cuando él pudo sacar el pene de aquel agujero, que con el horror del momento se había quedado atascado en medio del daño que le hacía al marido un dolor así en un lugar del cuerpo tan delicado, pidió que ella le perdonara, la amante se tapaba como podía, con las manos, con las sábanas...
Todos intentaban decir la frase tópica de estas situaciones, esto no es lo que parece, te lo podemos explicar...
Meritxell no aceptó aquello, claro, y encima no podía poner la cara seria que había que poner en aquel asunto de una mujer con cuernos en su cama, en su casa. Era por que la risa de verlos ambos atrapados en medio de aquel sándwich era tan divertida, que por sí mismo ya era bastante castigo.
En ese momento dejó de acordarse de aquellos acontecimientos de su ex marido por que sonó el teléfono móvil. Tenía puesta la música de una zarabanda para violonchelo de Johann Sebastian Bach, un poco triste, que puso para que lo había oído en la película "Como en un espejo" de Bergman. Todo el mundo la decía que aquello parecía "música de muertos", pero a ella le gustaba, iba con su carácter.
Contestó, no fue nada original, con el clásico...
--¿Diga?
--Soy yo –contestó una voz de hombre con acento extranjero.
--Ah, hola, guapo...
Era el chico francés, aquel con el que ella había tenido un "petit flirt" cuando se quería desahogar de aquella serie interminable que le angustiaba tanto.
Tuvieron una pequeña conversación, tres o cuatro minutos. Hablaron de cosas tópicas, aquel día no era para hacer una conversación de las que hacían los filósofos griegos, que después han pasado a la Historia.
Él había hablado en catalán, ya que era del Rosellón, con ese acento francés que tienen la mayoría de roselloneses cuando hablan. Parecía uno de esos locutores de Ràdio Arrels que habla con ese mismo acento (la mayoría de ellos tienen un catalán mejor).
Y así, Meritxell llegó a casa. Dejó el coche en la calle, esta vez encontró un buen lugar delante mismo de su casa.
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